“Esto era pa’ picarlo”, me dice el muchacho mirando su pierna izquierda que se ve deformada, con una cicatriz larga que la cruza.
Está sentado en su silla de ruedas. El cuerpo corpulento tatuado en las dos piernas, en los dedos de las manos y en el cuello. Es un contraste fuerte. Un hombre que se ve tan calle con la cabeza hacia abajo, los ojos tristes y una mirada tan dulce. Una cosa no pega con la otra, pero así pasa muchas veces.
Su mamá, una señora mayor, estaba haciendo fila por él en la clínica de ortopedia de Centro Médico. Todos los martes se concentran aquí cientos de pacientes con alguna extremidad herida. Herida o amputada, o a punto de ser amputada. Hay de todo, pero muchos casos son notablemente graves.
El muchacho se desplaza en su silla y llega a la fila.
“Te veo con dolor en la cadera. Siéntate”, le dice a la mujer.
Me pareció un gesto tierno y me identifiqué con él. Recordé a mi mamá haciendo cosas por mí después del accidente mientras me sentía culpable porque ella estaba pasando trabajo. Pero las mamás- o muchas mamás- hacen lo que sea por sus hijos. Eso lo tengo bien claro.
Todavía no sé el nombre de mi compañero paciente. Le había preguntado quién era su médico, algo raro porque, aunque observo mucho en las citas, hablo poco. Las citas me ponen bien nerviosa porque son días de recibir noticias. Yo, que duermo como si hibernara, pierdo el sueño dos o tres días antes. Después de confirmar mi sospecha al contestarme con el nombre Zieremberg, Charles- que también es mi ortopeda- el paciente siguió contándome lo que le pasó aquel 21 de septiembre de 2020.
-“Un amigo me llamó porque se había quedado a pie y fui a ayudarlo”, me cuenta. “Un muchacho me impactó. Yo estaba en el área verde”.
– ¿Iba borracho?, pregunto.
– Texteando, me dice.
Dios mío, pienso. Todo el mundo textea guiando alguna vez. Y mira lo que puede pasar. Entonces saca de una bolsa marrón un paquete de fotos. Y como si se tratara de la cosa más normal, como si me fuera a enseñar una casa, un perrito, un niño, qué se yo, me enseña su pierna completamente abierta, con la tibia expuesta y todo alrededor ensangrentado.
En otra imagen se ve su cabeza en un bache rojo de sangre. También se le abrió el cráneo.
-“¿Ves mi puño?, me dice mostrando otra imagen en la que aparece en una camilla. “Ahí yo estaba clamando a Dios”. Su puño estaba cerrado como cuando uno está agarrando algo que decidió no soltar. Lo que él no quería soltar era la vida. Su vida.
Me contó que mientras se aferraba a este mundo con todas sus fuerzas los médicos y otro personal médico lo daban por muerto.
-“No me voy a arriesgar por este. Se va a morir”, decían creyéndolo inconsciente.
Mientras él se desangraba, escuchaba. Y luchaba más, con ese dolor acrecentado por lo que percibían sus oídos. Qué insensibles podemos llegar a ser los humanos, pensé.
Mi compañero paciente sobrevivió. Tiene hoy 33 años. Se llama Oscar Carvajal. Antes del accidente practicaba lucha, se ganaba la vida en su oficio de mecánico (por eso fue que su amigo lo llamó para ayudarlo). En fin, un tipo fuerte, independiente, activo. Aunque no soy luchadora (no literalmente), me identifiqué otra vez con él.
“Todo el mundo se ha alejado”, me dice. “La única que está es la vieja”. Las madres, pienso. Siempre ahí. Agradecí todo el apoyo que tengo. Este paciente había logrado empezar a recuperarse de su accidente pero en medio de ese proceso, por la fragilidad de su pierna, se cayó. Está nervioso y lleno de incertidumbre.
-“Todo el mundo me dice que me la van a picar”, suelta con preocupación. No sé qué decir.
Conozco ese miedo. No se lo deseo a nadie.
-“Zieremberg es un duro, el mejor”, se me ocurre afirmar. Y es lo que pienso de verdad.
Me pregunta sobre mi caso. Le cuento. Me dice: “Dios tiene el control. No te preocupes. Él quiere consolarme a mí y eso, de nuevo, me despierta mucha ternura”.
Dos desconocidos con un miedo en común, tratando de ayudarse. Un señor nos observa y cuenta que está allí por su tía, única sobreviviente de un accidente fatal “en Loíza”.
-¿Donde en Loíza?, pregunto.
-En el puente. Frente a la Marina.
¿Cómo es posible? Qué casualidad. Que bizarro todo. El mismo lugar de mi accidente. Tres personas murieron y otra está en coma. Hay un silencio. Repaso el último año y tres meses. En esta sala de espera he visto y escuchado de todo. Siento que he recibido tantos mensajes. Siempre pienso lo mismo. Todo el mundo debería darse una vuelta, algún martes, por la Clínica de Ortopedia de Centro Médico. Este lugar ya vive dentro de mí. Quiero que nunca se me olvide. Que palpite siempre.